Carta Pastoral de Mons. Alberto Sanguinetti Montero, Obispo de Canelones (Uruguay), en la Solemnidad de Corpus Christi, el 26 de junio de 2011.
"A toda la Iglesia de Dios que peregrina en Canelones, abundancia de luz del Espíritu de la verdad, que nos lleva la verdad plena.
En este Año Jubilar Diocesano, que vamos transitando, me veo urgido por la caridad de Cristo a invitar a todos para que dirijamos nuestra mirada, nuestra mente, nuestros afectos y nuestro propio cuerpo a lo que constituye la realidad más maravillosa de la Iglesia: la Santísima Eucaristía, la Santa Misa.
Me parece oportuno recordar algunos puntos que puedan ayudar a nuestra Iglesia canaria, a las diferentes comunidades y a cada uno en particular, a ahondar en la fe católica respecto a la Santa Misa, para celebrarla y vivirla con una participación más consciente y piadosa, para que nos acerquemos más al fin de la Iglesia, de su Liturgia y especialmente de la Santa Misa: que Dios sea glorificado y que nosotros seamos santificados.
1. La Eucaristía: obra y acción de Jesucristo vivo y presente
Antes que nada es bueno que pensemos en la Eucaristía como don de Jesucristo. Nuestro Señor Jesucristo instituyó el memorial de su pasión en la noche de su entrega, como sacrificio perpetuo, y lo dio a la Iglesia como don y como mandato: Hagan esto en conmemoración mía. Así, pues, recibimos a la Santa Misa, como el don, el regalo supremo de Cristo, que recibimos con amor y gratitud y también como orden suya que la Iglesia cuida y obedece.
Para captar la grandeza de la Santa Misa, debemos renovar nuestra fe firme en que la Eucaristía es ahora, cada vez que se celebra, una acción del mismo Jesucristo, Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, que ascendió a los cielos y está vivo glorioso junto al Padre. Él intercede continuamente por nosotros. Él se ofrece como víctima por nuestros pecados en el santuario del cielo. Él, en el Santo Sacrificio de la Misa, une a la Iglesia con su propio sacrificio.
Cristo, que está glorioso junto al Padre, se hace presente y actúa de diversas formas en la Santa Misa (cf. SC.7). Él está presente cuando se proclama la Palabra de Dios, porque es él mismo quien habla. Él está presente en la Iglesia que Él mismo reúne como su cuerpo, su pueblo, su Esposa, que por él suplica y canta salmos, alaba y adora a Dios.
Está presente en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”.
En los signos del pan y del vino, sobre los que se dice la Plegaria Eucarística, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera real y substancial, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad.
La Eucaristía es Cristo, presente de forma sacramental. Así, pues, la Santa Misa es la máxima presencia y la acción más propia de Jesucristo en este mundo. Por esta realidad de ser don, mandato y acción de Jesús, la participación en la Santa Misa es antes que nada creer en esa presencia y acción y dejarse unir a ella, por la misma liturgia.
2. La Misa es obra del Espíritu Santo
Jesús, por su pasión y cruz, resucitado y glorificado es mediador de la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia.
Toda la Misa es obra del Espíritu Santo en la Iglesia. El Espíritu de la Verdad nos enseña y guía por la escucha de la palabra que Él inspiró. El Espíritu da testimonio en nuestros corazones, de tal forma que nosotros hacemos memoria, es decir reconocemos la presencia de Cristo y su acción en la Misa. Oramos movidos por el Espíritu, en la unidad del Espíritu Santo.
En la Misa pedimos al Padre que envíe el Espíritu para que el pan y el vino, se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo. A su vez, pedimos que gracias al sacrificio de Cristo, se nos dé el Espíritu Santo para que nos haga uno en la unidad de la Santa Iglesia. Así, pues, la Iglesia celebra la Santa Misa en la unidad del Espíritu, movida por él, y recibiendo su presencia y acción para que la santifique, la consagre, la una a Cristo y la vuelva más y más ofrenda agradable al Padre.
3. La Eucaristía don del Padre, ante el Padre y hacia el Padre
En la Santa Misa se hace presente el amor y don del Padre en la entrega de su propio Hijo. La Misa hace presente toda la obra de Dios Padre. De él recibimos el don de Cristo en su Iglesia.
En la Palabra divina el Padre sale al encuentro de sus hijos y con ellos conversa (cf. DV 21).
En la Misa estamos todos vueltos hacia el Padre, hacia quien tenemos levantado el corazón, ya que por Cristo en la Iglesia todos tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu (Ef.2,18). Por eso, en la Misa nos dirigimos siempre a Dios Padre, por Jesucristo, en la unidad del Espíritu.
Unidos con Cristo le ofrecemos al Padre, el sacrificio de acción de gracias, a Él le pedimos, y a Él le damos todo honor, gloria y adoración. Toda la Santa Misa es recibir el don del Padre, unirnos por la obediencia con Cristo y llegar a la meta de glorificar al Padre y entregarnos a Él.
4. Cristo une consigo a la Iglesia en la Misa, sacrificio suyo y de la Iglesia
Jesús encomendó la Santa Misa a la Iglesia. Cristo presente y actuante en la Santa Misa asocia consigo a su amadísima esposa la Iglesia, a todo su cuerpo, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno (SC 7).
Por medio de la Sagrada Eucaristía, Cristo, Dios y Señor, Sumo Sacerdote, Mesías y Cabeza, une a la Iglesia consigo, con su ofrenda al Padre, para la glorificación del Padre, para el perdón de los pecados y para la santificación y divinización de los hombres.
Por eso, la Eucaristía es la mayor manifestación y realización de lo que la Iglesia es como cuerpo de Cristo, templo del Espíritu, pueblo de Dios (SC 41,42). En la Santa Misa, Cristo mismo preside y reúne a su pueblo, por medio del obispo, con los presbíteros, ayudado de los diáconos. Él se hace presente en diversas formas, y toda la Iglesia unificada por el Espíritu da gracias al Padre.
Por cuanto venimos considerando, vemos que la celebración de la Eucaristía, obra de la Trinidad Santísima, presencia sacramental del sacrificio de la cruz, y asociación de la Iglesia con Cristo mismo es acción sagrada por excelencia, a la que no iguala ninguna otra acción, es el culmen al que tiende la actividad de la Iglesia y la fuente de donde mana la gracia por la que se alcanza la santificación de los hombres y la glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin (cf. SC 7,10).
Por eso el Concilio Vaticano II nos invita a la participación consciente, piadosa y activa en la acción sagrada, ofreciéndonos a nosotros mismos al ofrecer la Víctima inmaculada, no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, a fin de que así nos perfeccionemos día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre nosotros, para que, finalmente Dios sea todo en todos (cf. SC, 48).
5. El cielo en la tierra, la tierra en el cielo
En la Santa Misa ya participamos de las celebraciones y alabanzas del cielo, de la Jerusalén celestial. En la Misa se abre el cielo, estamos con Cristo en la presencia misma del Padre, la gracia del Espíritu Santo desciende, y nosotros ascendemos hasta Dios. La exhortación ‘Levantemos el corazón’ y la respuesta ‘lo tenemos levantado hacia el Señor’ significan que en la Plegaria Eucarística estamos verdaderamente en el cielo ante el Padre, con Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. Consagrados en el bautismo y la confirmación ya participamos de la vida eterna.
Por eso, en toda Eucaristía cantamos con los coros angélicos: ‘Santo, Santo, Santo es el Señor del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’. Asimismo en cada Misa nos unimos a la bienaventurada siempre Virgen María, a los santos apóstoles, a los mártires y a los santos.
Comprendemos el carácter extraordinario de la Santa Misa, y participamos bien de ella por medio de la fe, tomando conciencia de que compartimos la Liturgia celestial. Al mismo tiempo la esperanza nos impulsa a desear y aguardar la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo y querer reinar con él. La Misa nos hace entrar en la verdad última, definitiva y grandiosa para la que hemos sido creados y redimidos: la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro en el seno de la Trinidad. “Nuestra libertad herida se perdería, si no fuera posible, ya desde ahora, experimentar algo del cumplimiento futuro” (Sacr. Caritatis,30).
6. El banquete de la Sagrada Comunión
La ofrenda de Cristo al Padre, que es él mismo, se nos da en comida y bebida. Esta forma simbólica realiza nuestra unión con Jesús muerto y resucitado. En la Sagrada Comunión, al recibir a Cristo recibimos el fruto de su sacrificio: el Espíritu Santo para el perdón y la santificación. Al comulgar con Cristo, ofrecido a Dios, nos dejamos hacer uno con Él, para que también nosotros con Jesús crucificado nos volvamos ofrenda agradable al Padre.
Al recibir a Cristo, inseparablemente somos unidos a todo su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía realiza la unidad de la Iglesia. Cristo nos da el Espíritu Santo, para que seamos un solo cuerpo y un solo espíritu por la fe y la caridad.
De esta fuente del banquete eucarístico, nace toda la vida cristiana, la santificación en la vida diaria, en la familia, en el trabajo, en el servicio, en la edificación de la sociedad. De aquí también brota la misión de la Iglesia en la tarea de la evangelización, para anunciar a Cristo a todos los hombres.
7. La Misa Dominical
Jesús mandó celebrar el memorial de su pasión hasta su segunda venida. La Iglesia, desde los Santos Apóstoles, entendió que este mandato exigía la celebración semanal y precisamente en el día Domingo. Este es el día en que Jesús crucificado fue resucitado por la gloria del Padre e, instituido como Mesías y Señor, fue glorificado en los cielos. Este es el día de nuestra salvación. A este día la Iglesia apostólica le puso un nombre nuevo, lo llamó ‘del Señor’, lo que en latín se dice ‘dominicus’, de donde viene ‘domingo’: día del Señor, es decir, de Jesús resucitado glorioso y verdadero Dios.
Este mismo día es el primer día de la semana, día de la creación, obra maravillosa de Dios y principio de todo don, y es al mismo tiempo el día octavo, es decir el día sin límites de la eternidad, de la nueva creación y vida sin fin.
La celebración de Misa dominical es parte integral de la fe apostólica, la mayor realización de la Iglesia y centro de la vida nueva, de los que han sido rescatados del pecado y de la muerte y participan de la eternidad. Por esto, participar en la Misa dominical es una preciosa obligación de todo bautizado.
8. Renovar en nosotros la fe y el amor a la Santísima Eucaristía
El Año Jubilar nos llama a renovar la fe en lo que la Iglesia cree y profesa acerca de la Santa Misa. Por eso, invito a que cada uno, cada grupo, cada comunidad, dedique algún tiempo a considerar las distintas dimensiones del misterio eucarístico, para ahondar en lo es bien conocido y para enriquecerse con aquellas dimensiones que se vivan menos. Para ello, además de los pasajes de las Sagradas Escrituras, propongo leer los numerales 279 a 308 del Compendio Jesucristo, camino, verdad y vida. A los que puedan más los exhorto a leer en el Catecismo de la Iglesia Católica, en la segunda parte (la celebración del misterio cristiano), primera sección (la economía sacramental), el capítulo primero, el artículo 1: La Liturgia obra de la Trinidad. Luego en la segunda sección (los siete sacramentos de la Iglesia), el artículo 3: el Sacramento de la Eucaristía. Muy provechosa es la Exhortación apostólica Sacramentum caritatis del Papa Benedicto XVI.
De modo particular sugiero que se mediten y profundicen las palabras de la Plegaria Eucarística (cf. Sacr. Caritatis 13). Esta oración es el corazón de la Misa y, por ello, para participar de ella es necesario dejarse llevar y, al mismo tiempo, apropiarse de esta oración central.
Al mismo tiempo, exhorto a fomentar la adoración del Santísimo Sacramento fuera de la Misa, como alimento de la fe, forma de piedad.
Además creo que puede ser muy positivo recuperar el hábito de un rato de oración en silencio antes de la Misa, para que dejar que el Espíritu Santo nos inicie al misterio.
9. La renovación en la celebración ritual de la Santa Misa
La acción sagrada de Cristo y de la Iglesia en la Santa Misa es también una acción humana que se realiza en el tiempo y se renueva cada vez. La celebración de la Misa se realiza por el rito que la Santa Iglesia tiene para celebrarla, por palabras, acciones, gestos, por la participación de los diversos ministros y del pueblo todo.
Cada celebración humana tiene sus ritos (acciones simbólicas). El rito de la Santa Misa lo fija la Iglesia, que lo recibe de su Tradición ininterrumpida. Ninguna Misa es una celebración privada, ni tampoco de un grupo determinado. Es siempre la Iglesia la que celebra la Eucaristía: cada uno, cada grupo participa dejándose injertar en la Iglesia. El rito, la forma eclesial preestablecida, nos libera de caer en la tentación de hacer de la Misa una obra nuestra, o una manifestación de nuestras ideas o nuestros afectos, y nos introduce en el corazón de lo que la misma Iglesia celebra.
Por eso, se requiere siempre una iniciación a la misma celebración de la Iglesia. En este sentido el Año Jubilar Diocesano es también un llamado a conocer mejor y gustar el mismo rito de la Iglesia, a revisar nuestro modo de celebrar la Santa Misa, y a renovarlo buscando ser más fieles a la Iglesia en el rito, en el corazón, en la vida.
Por mi parte, como obispo, primer dispensador de los misterios de Dios en la Iglesia particular, y moderador y custodio de toda la vida litúrgica (ChD,15), exhorto a la mayor fidelidad al rito de la celebración de la Santa Misa, a corregir lo que no esté de acuerdo con el sentir y la norma de nuestra Santa Madre la Iglesia, a esforzarnos por conocer, amar, vivir y llevar a cabo la Liturgia que la Iglesia quiere celebrar. Para ello hemos de tener en el corazón aquellas disposiciones que brotan de la fe, de la humildad y obediencia, del amor a la Iglesia que todos hemos de cultivar y hacer carne. Es ésta la verdadera libertad cristiana. Dice Benedicto XVI: “Es necesario despertar en nosotros la conciencia del papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo en el desarrollo de la forma litúrgica y en la profundización de los divinos misterios” (Sacr. Caritatis 12).
En lo que a mí respecta, en la medida de lo posible, estoy a disposición para brindarme al servicio de una mejor iniciación en la Liturgia de la Misa. El obispo, el sacerdote, cada ministro, los fieles y todos los grupos hemos de reconocernos como servidores de la Sagrada Liturgia, por lo que no nos está permitido en la celebración de la Misa añadir, quitar o cambiar cosa alguna por iniciativa propia (Cf. OGMR, 24, Concilio Vaticano II, SC, 22). Esta fidelidad a la norma litúrgica debe ser para todos un punto de honor.
Como un camino concreto, exhorto a leer la Ordenación General del Misal Romano (cf. Sacr. Carit.40). Sin dudas, en algo encontraremos correcciones a realizar, aspectos a mejorar en el arte de celebrar: esto forma parte de la conversión permanente. Al mismo tiempo, todo cambio para mejor debe hacerse con amor, paciencia, obediencia a la Iglesia, sin divisiones, pero también anteponiendo el rito de la Iglesia a la voluntad propia o de algunos.
Un paso concreto que pido que hagamos todos juntos a lo largo de este año jubilar consiste en atender a la plena fidelidad al rito en el Ordinario de la Misa (las palabras, los signos y gestos fijos de la celebración). Es ahí, en primer lugar, donde debemos decir y hacer lo que la Iglesia quiere decir y hacer, sin cambiar, sin omitir y sin agregar.
Por eso recuerdo que el Gloria, Credo, Santo, Padrenuestro, Cordero, deben rezarse con las palabras expresas del Misal Romano. Por lo tanto se han de ir abandonando todas aquellas versiones que no son las de la Iglesia. Es mejor cantar el texto de la Iglesia siempre con una misma melodía, o simplemente decirlo, que no decir – y hacer decir – lo que la Iglesia no quiere rezar.
10. La sacralidad de la Liturgia
Como sabemos, el carácter sagrado y único de la Santa Misa proviene de ser un acto de Jesucristo, de su Señorío actual sobre toda la creación. Él nos hace creaturas nuevas, nos ha elevado por la gracia al culto del Padre en espíritu y verdad, nos ha hecho partícipes de la vida eterna y nos ha introducido en la Jerusalén del cielo. El fin último de la Misa es la glorificación del Padre: por Cristo, con él y en él, en un mismo Espíritu, damos al Padre todo honor y toda gloria. Hechos libres, no vivimos para nosotros mismos, sino para alabar, servir, adorar a Dios.
Esta novedad de ser y vida que Cristo da a su pueblo, hace que la Iglesia genere para su liturgia su propia cultura, que proviene de las Sagradas Escrituras y de la Tradición. La Iglesia se expresa en las formas propias que va modelando con la inspiración del Espíritu: la música sacra, el espacio eclesial, las posturas religiosas, la dignidad de los gestos, la belleza de su arte, para significar e introducir en la grandeza del misterio y en la realidad de estar en el cielo con el corazón levantado hacia el Señor, para afianzar el sentido religioso del santo temor de Dios y la reverencia ante la Majestad Divina. Por eso dice el Papa: “La belleza de la liturgia es parte de este misterio (el amor de Dios) y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra” (Sacr. Caritatis 35).
En este orden de cosas, también debe apreciarse el valor del canto verdaderamente litúrgico. “Ciertamente no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico el canto debe estar en consonancia con la identidad propia de la celebración. Por consiguiente, todo – el texto, la melodía, la ejecución – ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos” (Sacr. Caritatis 42).
Que el mismo Espíritu Santo nos haga más acordes con la Liturgia de la Santa Misa que él ha inspirado a la Iglesia. Que nos dé abundantemente el don de la piedad para acercarnos a este gran misterio y celebrarlo con unción. Que Él, óleo de alegría, nos otorgue la verdadera alegría que Cristo nos ha traído, para que nuestro gozo sea completo. Que el dulce huésped del alma, en este Año Jubilar, nos haga elevar una preciosa acción de gracias por el gran don de la Santa Misa, celebrada desde hace siglos en nuestro suelo y que recibimos de la fe y tradición de nuestros mayores. Que en nuestro recuerdo agradecido estén todos aquellos, obispos y sacerdotes, que ofrecieron el Santo Sacrificio de la Misa durante todos estos años, que estén presentes nuestros padres, catequistas y demás fieles que nos enseñaron a creer y vivir el Misterio de la Fe. Que la Madre de Dios, nos atraiga hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el amor del Padre (LG.65). Que su Corazón inmaculado nos modele para recibir incondicionalmente el don de Jesús en la Eucaristía y para unirnos a su ofrenda perfecta.
+ Alberto, Obispo de Canelones"
0 comentarios:
Publicar un comentario